martes, 18 de marzo de 2008

La semana santa de Doña Mencía en las cartas de Valera

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No voy a entrar en las cualidades o sobre el valor cultural/artístico de nuestra Semana Santa. Digo nuestra porque la Semana Santa no es sólo de los que salen en las procesiones sino de los que las contemplan con más o menos interés. Yo soy de estos últimos. Mi Semana Santa es de otros tiempos, de aquellos años postreros de la posguerra en los que estrenábamos en Domingo de Ramos –quien no estrena en Domingo de Ramos se queda sin manos, dice el refrán- y en los que había menos algarabía y menos espectáculo. Era otra Semana Santa, más silenciosa, más austera –como la España de aquella época- y con menos abalorios. Y también, más religiosa o, por lo menos, a mi eso me lo parecía, sobre todo cuando veía a mi abuelo Justo quitarse el sombrero y arrodillarse en la plaza al paso del Sepulcro. Eran otros tiempos en los que el Jueves Santo aparecía medio festivo en el almanaque y en los que el Viernes Santo era el único día del año en el que se holgaba. Un familiar muy cercano llegó a prometer que iría a misa los domingos cuando dejase de trabajar tales día de fiesta –al parecer durante mucho tiempo sólo eran días de fiesta para algunos-.

Bueno, a lo que vamos. Al margen del reconocimiento o no de la categoría artística o cultural de nuestra Semana Santa, algo no se le puede discutir y es que pocas semanas santas de pueblos andaluces han sido narradas por escritores tan ilustres como nuestro don Juan Valera. Hace poco tiempo llegó a mis manos un libro fechado en 1971 y escrito por Carlos Sáez de Tejada sobre la relación epistolar entre Juan Valera y Serafín Estébanez Calderón. Es una pena que entre las muchas cartas manuscritas editadas en facsímil y que contiene el libro no haya ninguna de las escritas en Doña Mencía. Era un pequeño regalo del escritor Rafael Reig, actual columnista de “El público” y que participó, con escaso éxito de público, en el ciclo de conferencias que se organizaron en 2005 en la Casa de la Cultura de Doña Mencía con motivo del centenario de la muerte de don Juan Valera. Gracias Rafael por el regalo. Y allí, en ese libro, están todas las cartas que don Juan Valera dirigió a su gran amigo “El Solitario”. No conozco tan pormenorizadamente la obra valeriana como nuestro amigo José Jiménez, pero creo que es una buena ocasión para dar a conocer el relato que hace el escritor menciano sobre la gran fiesta de nuestro pueblo, a la que menciona en otras de sus obras. Valera ya había estado en Nápoles, en Lisboa y en Río de Janeiro. A su regreso, a finales de 1853, y tras pasar una temporada en la capital de España con su madre y sus dos hermanas Sofía y Ramona, Valera decide realizar “una súbita escapada a su tierra y casa familiar, a la de Doña Mencía, soleada, encalada de muros, grisácea de olivares viejos, donde le aguardaban los brazos cansados de su padre y la amistad desinteresada y antigua del cura curioso y socarrón, del administrador, del médico, y de tantos otros notables del pueblecito, que han oído contar sus aventuras en los muchos años de ausencia”. SAENZ DE TEJADA BENVENUTI, Carlos, “Juan Valera. Serafín Estébanez Calderón. 1850-1858”. Madrid. 1971. Edit. Moneda y Crédito. Pág. 258.

Son cuatro las cartas escritas en 1854 desde Doña Mencía y dirigidas a Estébanez Calderón. Tres de ellas están fechadas en el mes de abril y la otra a finales de octubre, pues aunque pensaba estar de vuelta en Madrid “dentro de pocos días”, en realidad pasó una larga temporada con su padre. Son las mismas que aparecen en el tomo I de la correspondencia valeriana recientemente editada. En la segunda de las cartas, la fechada el 19 de abril de 1854, hay una larga e interesante descripción de la divertidísima Semana Santa de nuestro pueblo.

Aquí he pasado –así comienza el segundo párrafo de la carta- una Semana Santa divertidísima y yo he visto a lo vivo la pasión y muerte de Jesús. Rodeaban a este buen Señor, cuando iba al suplicio, más de cuarenta soldados romanos –ahora hay muchos más- con estandartes de mil colores, águilas y lanzas larguísimas. Detrás venían los judíos vestidos de majo, con carátulas de diformes narices y llenas de verrugas, como las de Tomé Cecial –el escudero de Sancho Panza-. En medio de estos judíos iba Judas más feo y más narigudo que ellos aun; y asimismo iban los demás Apóstoles, tristes y devotos, con sus rosarios en las manos; el bueno y el mal ladrón; los cuatro evangelistas escribiendo en una tablillas el Evangelio. Pero los más estupendos y maravillosos de la procesión eran los hermanos de cruz, en número de hasta 250, en trage de nazarenos, con sus cruces a cuestas; los más descalzos, y no pocos con grillos y cadenas arrastrando. La devoción de algunos llegaba hasta el extremo de llevar en vez de cruz unas disciplinas desmesuradas: con la cuales se zurraban las nalgas muy a su sabor. Apenas salió Jesús a la calle, empezó a llover –esperemos que no ocurra este año-, que fue milagro patente, pues hacía mucho tiempo que no llovía y estaba haciendo mucha falta el agua –en esto sí hay coincidencia de nuevo-.

Y en el tercer párrafo Valera, cómo no, ensalza la Semana Santa de su pueblo, e, incluso, llega a decir que nuestras fiestas son mejores que las de Sevilla y Roma. ¿Cómo es posible, que no hayamos sabido vender turísticamente este atractivo? ¿Qué Semana Santa tiene un narrador tan ilustre que, aunque exagerando, claro está, la compare con la de Sevilla? En fin –dejemos hablar a Valera de nuevo- yo he asistido en Roma y en Sevilla a las fiestas de la Semana Santa; y hallo, con todo, que son mejores y más ejemplares las de aquí. Que pasos tan lastimosos, que pregones desde las casas consistoriales condenando a Cristo a muerte en nombre de Pilatos tradidit Jesum voluntati eorum –traicióno a Jesús por la voluntad de ellos- que rasgarse el velo del templo, que temblar la tierra, y que herirse los pechos y convertirse los judíos y los romanos en el momento que suceden estos prodigios vere hic homo filius Dei erat. En la tarde del Viernes Santo salen ya los judíos y los romanos todos convertidos, y con rosarios; pero en cambio algunos nazarenos empiezan a dudar de la Divinidad de Cristo: porque van pidiendo una bendita limosna para el entierro de Cristo; a quien Dios perdone. Y el sábado de gloria, según nos sigue contando Valera Judas lo pasa verdaderamente mal. Al otro día –continúa- cuando tocan a gloria, se disparan innumerables escopetazos y Judas paga las duras y las maduras, porque me le ahorcan, le acribillan a balazos, y por último le queman, como hicieron ahí con el regicida Merino –Valera se refiere a un suceso ocurrido dos años antes cuando el cura Merino intentó asesinar a Isabel II-: para que los frenólogos no se ocupasen en estudiar su cabeza…

Valera también hace alusión a los convites que se celebraban en las casas de los hermanos mayores de las cofradías, en cuya preparación destacaba Juana, la protagonista de Juanita la Larga, escrita cuarenta años después. Durante las fiestas de Semana santa tuvimos gran papandina y gaudeamus en casa de los hermanos mayores. Hubo vino largo, rosolí, piñonate, hojuelas con miel y pestiños en abundancia. San Pedro y Santiago el Mayor se pusieron tales, que no se podían tener en pie de borrachos.

Esperemos ser más moderados en estos días que los santos citados más arriba.

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