domingo, 2 de diciembre de 2007

El crimen del Estanco de 1725 (II)

Toda la gente estaba encerrada en sus casas junto al fuego lamentándose de las lluvias de aquella Semana Santa de 1725 que habían impedido que la procesión de Jesús se luciera como todos los Viernes Santos y un silencio de muerte se extendía por las calles llenas de barro a medida que la noche se apoderaba de Doña Mencía. Nadie, salvo Miguel de Vera, había visto nada sobre el asesinato de Julián de Luna. La mujer del estanquero, Manuela Rosalía de Lara, después de exclamar ¡Jesús! al escuchar el arcabuzazo se asomó a la puerta de la calle y vio ir gente huyendo y un hombre tropezó y la testigo se asustó y se entró en su casa. Después acudió gente y el señor alcalde vio y conoció a Julián de Luna junto a la esquina que decían que estaba muerto. Ella no sabía dónde estaba su marido quien había salido hacía una hora a cobrar el tabaco con su trabuco corto como tiene acostumbrado siempre que sale de noche a la calle por la ocupación que tiene de dicha administración de tabaco. Respecto a la enemistad que existía entre su marido y Julián de Luna, la víctima, sólo puntualiza que siendo como a mediodía llegó al estanco Julián de Luna con un frasco con su cordón para que se lo diera a su marido para que se sirviera de él mientras lo hubiere menester. Después Julián sacó la caja –continua la declaración de Rosalía- y le dio tabaco a la declarante y el motivo que tuvo para llevar el frasco fue porque don Manuel Fernández, su marido, envió esta mañana por él que antes fue suyo y en la ocasión que trajo el frasco la declarante no reconoció enojo en Julián. Ella sólo sabe que una vecina suya, Isabel Muñoz hija de Blas Muñoz, le dijo que Julián había comentado con Jesualda de Navas, hija de Pedro de Navas, que antes que se fuese de Doña Mencía se había de vengar y no dijo de quien.

También se llamó a declarar al matrimonio forastero, Nicolás de Mella y Mariana de Valdivieso, que estaban alojados en casa del estanquero. Él era maestro escuela y tras haber trabajado durante mucho tiempo con su escuela en la ciudad de Andújar y por no poderse mantener si no es con mucho trabajo determinó con su mujer e hijos hacer viaje a la ciudad de Antequera a buscar conveniencia. Nicolás había conocido al estanquero en Córdoba y por este motivo se alojó en su casa. Habían llegado el Jueves santo pero el temporal de lluvias les detuvo en el pueblo. Ninguno de los dos vio nada ni quiso saber nada de lo ocurrido, e incluso ninguno de los dos se asomó a al calle para ver lo que había pasado. Estaban sentados en la cocina junto al fuego cuando oyeron el arcabuzazo –Mariana oyó que alguien gritó después ¡confesión!-, pero como eran forasteros ni uno ni otro procuraron ver ni saber cosa alguna y se estuvieron sentados en el fuego. Sólo la mujer del estanquero, afirmó Nicolás, salió a la calle diciendo si será mi marido y entró asustada. Durante toda la tarde no cesó el ir y venir de gente a comprar tabaco. Cuando sucedió lo referido, declararía Nicolás, el estanquero había salido de la casa como cosa de una hora antes y no vio que llevase armas ni sabe que las tiene.

En un primer embargo de los bienes del estanquero, entre los que estaba una jarrita de Sevilla, se encontró en una esportilla en vellón catorce reales y seis cuartos; en reales de a dos, en que se incluyen dos reales de a cuatro segovianos, veinte y cinco pesos, más tres reales de a ocho segovianos; una maría de a doce reales; en plata de a diez y seis cuartos en que se incluyen tres realillos de a ocho cuartos uno de real y medio y otro real de a dos, cien reales y en el cajón del despacho en vellón quince reales y en realillos de a ocho cuartos siete reales, que, según declararía la mujer del estanquero y maestro de escuela, procedían de la venta del tabaco del mes de marzo. También se embargó el tabaco que había en el estanco dejando en una olla pequeña un poco para el gasto. El resto se encerró en la tercena y el alcalde echó la llave y se la llevó inmediatamente. Después se notificó a Pedro de Porras y a Blas Muñoz para que asistiesen a Manuela en el despacho del tabaco de polvo que se le dejó y otro poco de hoja y que el dinero que produjese dicha venta se echase en el cajón, cuya llave también se había llevado el alcalde.

Días más tarde se hará un segundo embargo, pues no se había registrado el desván de la casa, en el que se encontró en una tinaja un poco de tocino en pedazos, dos jamones dos mantecas, un asador, una media arroba, una olla llena de manteca derretida, cuatro escobas nuevas. El alcalde mandó se sacasen los dos jamones para el costo de despachar las requisitorias y papel necesario para esta causa. Como podemos ver por lo encontrado en el desván, el estanquero era un hombre de posibles con suficientes reservas de carne para alimentar a su familia y hacer frente a los azotes del hambre que amenazaba con tanta frecuencia a gran parte de la sociedad del pasado. También fueron embargados los bienes de Miguel de Vera, retirado en el convento, principal testigo de lo sucedido y que tenía arrendada su casa como escuela de Manuel Fernández. En la misma no se encontró nada especial, excepto dos lienzos de pintura viejos.

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